—Abre la guantera y dime si hay algo de comer.
      —¿A qué te refieres a frutos secos o así? —Nick, con su gorra ladeada y sus granos de adolescente pajero, hurga en el desorden de papeles y envolturas vacías.
      Manejando el volante con gestos bruscos, mientras el camión enfila la montaña por el estrecho camino sin vallar ni asfaltar, salpicado de curvas, el patrón de Nick se muerde las cerdas del bigote. Luce una barba poblada y espesa, que le oculta la cara. Por encima brillan unos ojillos negros, con una luz sardónica.
      —Joder, nunca hubiera pensado que cabieran tantas cosas en una guantera.
      Cupieran, pedazo de subnormal africano.
      —¿Eh? —Nick sigue buscando. Su mano se detiene y parece cerrarse sobre algo.
      Saca una bolsa de caramelos pegajosos.
      —Puajj —hace una mueca y la deja caer en el suelo entre sus pies.
      El patrón le pega una colleja que hace volar la gorra.
      —Déjate de gorras a partir de mañana, me cago en Dios.
      Un coche baja en sentido contrario y pasa pegado al camión. El camión no se aparta para hacerle sitio y reciben un bocinazo colérico.
      —¡Hijo de puta ciempiés! —brama el patrón por la ventanilla bajada, salpicando saliva— No saben conducir ni mierdas.
      Se pasa la mano para limpiar las gotitas de saliva que han quedado prendidas de la barba.
      —¿Qué hago con los caramelos? —quiere saber Nick, sin animarse a recoger la bolsa.
      —Tíralos por la ventana y sigue buscando.
      —¿En serio?
      —Sí, joder.
      Nick baja la ventanilla y una corriente de frío aire de la montaña atraviesa la cabina del camión de lado a lado.
      Dos dedos de Nick sueltan la bolsa por fuera. Con el pie guarda la gorra de skater bajo su asiento.

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